jueves, 19 de abril de 2012

¿Qué es la literatura más que un intento, muchas veces fallido, de inmortalidad?, por Ana Ordás

     La decisión está tomada.
     Todo resulta confuso, un hedor putrefacto emana de la calle, me cuesta recordar nada, cada sonido se me clava en la cabeza, el frío viento se hace escuchar, penetrando escandaloso entre las  bisagras de la ventana, calando a lo más hondo y produciéndome violentas convulsiones.
     La habitación es pequeña, de un blanco amarillento, decorada por grandes humedades y un suelo ya abombado por el agua; el mobiliario es escaso: una cama de muelles que parece tener demasiados años, un armario y una mesilla ambos trabajados en pino, sobre la mesilla, un blog de notas y un bolígrafo de propaganda me sitúan en el Hostal Puente.
     Entre mis sudorosas manos, hallo un papel, observo con precaución el trazo de la letra: de una belleza inigualable, estilizada, así como redondeada, me transmite decisión y fragilidad.
     Tras un leve titubeo comienzo a leer para mis adentros:
          “Mi pequeña niña:
     Renuncias a todo por un periodo  finito e indeterminado de tiempo con relativa claridad mental en el que serás gobernada por sentimientos incoherentes e inconclusos, inhibidores de la razón, capaces de destruir todo tu mundo…, créeme,  intento entenderte, pero mis reflexiones no hacen más que alejarme de las tuyas, tu pasión por ese lugar… carece de sentido.
     Cuídate mi pequeño Ángel  “
     Un nudo amargo presiona mi garganta y comienza a deshacerse lentamente en pequeñas gotas translucida que se deslizan incesantes por mi rostro. Abrazo el escrito y rompo a llorar con más fuerza, acaban de llegar los sentimientos, el juego ha comenzado.
     Apoyo el papel en la mesilla y escribo temblorosamente: “Padre, su Ángel ya es humano, gracias por todo.”

………………
     Ha pasado mucho tiempo desde aquella fría mañana en la que desperté en el Hostal, podría decirse que toda una vida. Desde entonces he conocido el amor y el desamor, la amistad y la enemistad, el cariño y el desprecio, la felicidad y la infelicidad, mi mundo se ha hundido en la desesperación y ha resurgido de la esperanza. He conocido a la vergüenza, he lidiado con la muerte, he sentido al miedo, he paseado con el egoísmo y me han envenenado los vicios. He visto, sentido y creído en todo y en nada al mismo tiempo.
     Sin embargo, aun no he tenido el placer de conocer al más famoso e importante, al individuo más nombrado, esperado y temido, al señor tiempo. Todos hablan de él, algunos aseguran que lo cura todo, otros muchos dicen que corre demasiado, otros tantos necesitan ocuparlo, los más sabedores destacan su pulcritud y exactitud y los menos mueren por que pase rápido, todos hablan de él como si lo conocieran y como si de un viejo amigo se tratará lo envuelven en las más banales o exquisitas conversaciones. Y yo, estúpida de mi, sigo sin verlo, sin saber de él más allá de que sus caricias están envenenadas que su rostro permanece invisible y que tan solo nos deja ver el presente, quitándonoslo a cada paso.
     Realmente, los que dicen saber más, mienten, no conozco ninguna inmortalidad otorgada por la juventud y aun me queda por ver al anciano cuyos años le nieguen poder vivir un día más.
     Se dice que han transcurrido casi setenta años, yo me permito la licencia de no creerlo, es demasiado tiempo. Camino con dificultad, ayudada por un bastón y siguiendo con mi rutina diaria me descalzo besando la fotografía de mi difunto marido que reposa sobre la cómoda del recibidor.
     Algo me dice que hoy es diferente, me dirijo al sillón de la sala y observo como todo sigue igual a excepción de la carta pulcra que reposa en la mesita.
     Me siento, tomo aire y comienzo a leer la palabra del remite “Cielo” con un trazo sublime, la misma caligrafía que aquella carta que cada día me cuesta más leer, esta vez, con un ligero matiz a decepción.
     Abro el sobre con sumo cuidado, como si temiera verla desaparecer, o en su defecto, me fuera a hacer desaparecer a mí, comienzo la lectura:
         “Hija mía:
     Ojala supiera por dónde empezar, pero soy incapaz, incapaz de ver más allá de la decepción, el fracaso o la deshonra. Temía las dificultades por las que tuvieras que pasar, pero siempre creí que un ángel entre humanos resaltaría sobre el resto, haría algo distinto, llamativo, que pasaría a la historia haciendo algo contra el hambre, la injusticia o el dolor, pero no, allí estas, acompañada de tu rutina, tus pequeños logros y tus grandes y recurrentes equívocos, pasando inadvertida.
     Apenas te quedan días en ese lugar y ninguna misericordia ni justicia será capaz de devolverte tus alas, lo siento de veras, perdiste tu oportunidad al querer ser humana.”
     Con rostro inexpresivo  le doy la vuelta al pergamino, cojo un bolígrafo y escribo al dorso:
         “Padre:
     Me resisto a pedir perdón y si me permites un consejo, no subestimes a nadie si careces de información suficiente y créeme, nunca es suficiente, no basta con ver y opinar, es mucho más complejo, somos mucho más complejos.
     Mis pequeños logros son mi esfuerzo diario, mis ganas y mi voluntad y mis grandes errores no son otra cosa que mi pasado, mi presente y mi futuro de ellos aprendo, son mis intentos por mejorar y son prueba de mi lucha y mi perseverancia, ellos son los que me hacen más fuerte, más luchadora y más humana.
     Y perdona Padre, pero, no eres más que un burdo cobarde amparado por tu condición, libre de deberes e incapaz de ver más allá de tu mundo, nadie dibuja su vida ante un lienzo en blanco a disposición de todo tipo de materiales, cada uno tenemos una roída hoja rallada, pintada y/o mojada y de ella sacamos nuestro propio lienzo con los escasos materiales que nos ofrece la vida.
     Gracias y hasta pronto Padre (nos volveremos a ver)”
     Respiro profundamente, doblo la carta, esta vez en forma de avión, grapando junto a ella la primera carta y las arrojo por la ventana, esperanzada en que las cartas encuentre cobijo en las manos de algún humano, que, incapaz de profundizar en la complejidad de las mismas sea capaz de adquirir una enseñanza, quizás basada en la importancia de “ser bueno”,  o quizás piense en continuar las cartas creando una bella historia, o quizás le sirva como consuelo a sus malas acciones, o por qué no, encuentre en ellas la fortuna de ser humano y valore su vida de un modo distinto; para luego transmitir su contenido a próximas generaciones dispuestas a saber de su contenido, o quizás, en el peor de los casos, se pierda para morir en el baúl de los cuentos olvidados incapaz de hacerse notar entre tantos otros, ahogado en todas esas palabras escritas desde la ignorancia, el amor,  la esperanza, la rabia…, cada una de ellas ansiosa por tener su momento, por permanecer intacta, inmune al señor tiempo,  pero al final, ¿qué es la literatura más que un intento, muchas veces fallido, de inmortalidad?